La cumbre silente de un maestro (1): The Docks of New York (Los muelles de Nueva York, Josef von Sternberg, 1928)

La cumbre silente de un maestro (1): The Docks of New York (Los muelles de Nueva York, Josef von Sternberg, 1928)

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Para Mati, Francisco Javier, Gerardo y Nico.

 

Aunque Josef von Sternberg pervive hoy en la memoria cinéfila gracias casi en exclusiva al deslumbrante ciclo de películas que elevó a Marlene Dietrich a la categoría de diosa del cine, lo cierto es que ya su obra muda bastaría para encumbrarlo entre los más grandes directores: en parte, por la magnífica THE SALVATION HUNTERS (1925), su impactante primera película, donde, no obstante, aún se acusa en algunos momentos cierta rigidez primeriza; en parte también, por la mítica e igualmente estupenda UNDERWORLD (La ley del hampa, 1927), aunque en este título algún otro recurso siguiera presentado de forma un tanto evidente; pero, sobre todo, por la magistral THE DOCKS OF NEW YORK, que rodó en ese prodigioso año para el séptimo arte que fue 1928 (el año que también alumbró THE CROWD […Y el mundo marcha, King Vidor], STREET ANGEL [El ángel de la calle, Frank Borzage], LA PASSION DE JEANNE D’ARC [Carl Theodor Dreyer], THE WIND [El viento, Victor Sjöström], THE WEDDING MARCH [La marcha nupcial, Erich von Stroheim], STEAMBOAT BILL, JR. [El héroe del río, Buster Keaton] y la tristemente desaparecida FOUR DEVILS [F. W. Murnau], entre otras) y que definitivamente mostró a un maestro en la cima de sus facultades y de las del propio medio, donde una sencilla trama que esquivaba con elegancia sus tópicos folletinescos de base le bastó al cineasta para elaborar una contundente disquisición sobre la condición humana. A ella tal vez cabría añadir los dos títulos lamentablemente perdidos que la rodearon: THE DRAGNET (1928) y THE CASE OF LENA SMITH (El mundo contra ella, 1929), de la última de las cuales se conservan apenas cuatro espléndidos minutos y que, por el argumento, da la impresión de haber sido un alegato feminista en toda regla. Queda soñar con lo que fue y se ha ido para siempre… Porque desde THE DOCKS OF NEW YORK hasta THE SCARLET EMPRESS (Capricho imperial, 1934), a juzgar por las películas supervivientes, Sternberg prácticamente no hizo más que encadenar obras maestras, siendo las únicas excepciones AN AMERICAN TRAGEDY (Una tragedia humana, 1931) y BLONDE VENUS (La Venus rubia, 1932), que aun así son estupendas.

Sternberg era austríaco de nacimiento y norteamericano de adopción, puesto que su familia emigró a los Estados Unidos siendo él niño. Recordar sus orígenes no es baladí, ya que toda su obra está impregnada de aromas centroeuropeos, si no decididamente apátridas: “No soy de ninguna parte, y cuantos más países veo, más convencido estoy”, dirá un personaje de una de sus últimas películas destacadas, THE SHANGHAI GESTURE (El embrujo de Shanghai, 1941). Esta extrañeza no se debe tanto a que muchas de sus películas transcurran en el viejo continente (al fin y al cabo, otras se sitúan en su país adoptivo, y hasta en Marruecos, China o el Pacífico), sino a que su perspectiva siempre pareció ajena al sentir americano… e igualmente europeo, aún más distante que la de otros ilustres emigrados, con Murnau, Hitchcock, Lubitsch, Lang y Tourneur a la cabeza, si acaso sólo equiparable a la de su admirado Stroheim. Pero es más, salvo en su primer film, THE SALVATION HUNTERS, tampoco a Sternberg pareció importarle gran cosa hacer creíbles, ni el entorno americano, ni ese estilizado extranjero tan suyo que configuraron una especie de topos irreal e ideal (platónico), esencial y lábil, cual purgatorio por el que sus personajes deambularan en busca de la redención…, o ya al final de su carrera, de la condenación. Su obra, por tanto, es una rareza absoluta dentro de su país, una especie de voluptuosa y gigantesca orquídea en medio de un jardín francés… o, si se prefiere, de los páramos de Arizona; un auténtico “capricho” cinematográfico que tan sólo pudo desarrollarse en el invernadero proporcionado por la Paramount, la más europea de las productoras americanas y la que más libertad concedía a los directores, precisamente en una época, los años veinte y treinta, en la que bajo su pabellón también Stroheim, Lubitsch, Stiller, Borzage, McCarey y Mamoulian firmaban obras maestras, Murnau finalizaba y distribuía su excelsa TABU (1931) y hasta Ejzenshtejn negociaba una colaboración.

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