De todos los directores de pedigrí, llama poderosamente la atención el caso de John Sturges. ¿El motivo? Que su obra tiene una nítida división cualitativa entre una primera etapa, por más que irregular, de categoría, y una segunda lamentable en su conjunto, pese a alguna agradable excepción como HOUR OF THE GUN (La hora de las pistolas, 1967): casi una broma de mal gusto para aquellos que tenemos a Sturges por un magnífico cineasta, mucho más que un sólido artesano que simplemente hubiera exprimido las capacidades de sus excelentes colaboradores. Se argumentará que una falla semejante existe en otros directores, y así es; pero en los otros casos siempre hay una explicación: digamos, la caída en las garras de Artur Brauner en el caso de Siodmak, el revolucionario abrazo al catecismo maoísta en el de Godard, la asunción del formato televisivo en el de Kluge, o la entrega a la vídeo creación en el de Lynch. En el de Sturges no hay ninguna, al menos desde un punto de vista profesional; ni siquiera la del debacle del sistema de estudios en Hollywood, pues la frontera entre sus dos etapas queda marcada en el temprano 1959. En efecto, en ese mismo año, el director acabó su gran época con una de sus mejores películas, LAST TRAIN FROM GUN HILL (El último tren de Gun Hill), y comenzó su precoz decadencia con la abominable NEVER SO FEW (Cuando hierve la sangre), ambos filmes rodados para dos grandes estudios (Paramount y MGM, respectivamente), con grandes estrellas y en formatos panorámicos; es decir, con prácticamente la misma filosofía de producción. Sturges ya no volvería a rodar ningún film destacable desde un punto de vista artístico, aunque sí desde el taquillero: cómo no, los mamotretos de acción THE MAGNIFICENT SEVEN (Los siete magníficos, 1960) y THE GREAT ESCAPE (La gran evasión, 1963).
El gran Sturges hay que buscarlo, pues, en la década de los cincuenta: aparte de LAST TRAIN FROM GUN HILL, son especialmente memorables MISTERY STREET (1950), ESCAPE FROM FORT BRAVO (Fort Bravo, 1953) y GUNFIGHT AT THE O.K. CORRAL (Duelo de titanes, 1957). Y a ellas se les debe añadir la temprana y apenas difundida THE SIGN OF THE RAM (1948), el inesperado primer gran jalón de una obra hasta entonces modesta.
Producida por Columbia, THE SIGN OF THE RAM se beneficia de una cuidadísima producción, con magníficos decorados, con una gran fotografía de Burnett Guffey y con un excelente reparto encabezado por una soberbia Susan Peters. Pero Sturges hace mucho más que parasitar a sus colaboradores, pues demuestra su maestría en numerosas secuencias; maestría que hasta entonces había surgido en su obra con cierta intermitencia: en el comienzo de FOR THE LOVE OF RUSTY (1947) o en toda la estupenda SHADOWED (1946). Es más, sorprende que, lejos de los géneros de acción con que se suele identificar al director, THE SIGN OF THE RAM sea uno de esos atmosféricos melodramas noir sitos en vetustas casonas inglesas aisladas del mundanal ruido, llenas de brumas y misterio. Y que, dentro del subgénero, tal vez sea el ejemplar más lábil que exista, pues no hay ni crímenes culposos ni ominosos misterios que descubrir…; aunque, eso sí, haya turbiedades del alma que salen a la luz como abducidas por un remolino invertido, gran parte de cuyo mérito ha de recaer en la arrojada y gran interpretación de Susan Peters como Leah St. Aubin. En efecto, Peters sabe modular las emociones (y maquinaciones) con un simple rictus en los labios, con una leve contracción de una mano, con la forma de coger un cigarrillo, con un simple cambio en la mirada, transmitiendo admirablemente ese carácter volcánico que se esconde bajo la capa de ultracorrección británica de la dama que encarna, de forma que con tal aplomo (y tal belleza) no es de extrañar que Leah haya subyugado a todos los St. Aubin, tanto al padre como a los hijos, Logan, Jane y Christine. Es más, el hecho de que la misma actriz estuviera realmente inválida cuando rodó el film (también, como su personaje, tras haber sufrido un accidente) redundó en la gran sensibilidad de su interpretación, llena de complejidades y sutilezas y lejos de la autoconmiseración que otra intérprete pudiera haber imprimido: en ella hay mucho de su dolorosa experiencia personal.