Teinosuke Kinugasa: El genio ignorado

Teinosuke Kinugasa: El genio ignorado

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Para Antonio, Pedro, Gustavo y Marisa.

 

LA PIEDRA ANGULAR DE LA DAIEI

De entre las productoras japonesas del período clásico, a buen seguro es la Daiei la más apasionante y brillante de todas, sin duda la que mayor cantidad de talento concentró bajo su nómina en los prodigiosos treinta años que duró su singladura, desde 1942, fecha de su fundación, hasta 1971, año en que cayó en bancarrota: nada menos que Kenji Mizoguchi, Kôzaburô Yoshimura, Kôji Shima, Daisuke Itô, Keigo Kimura, Tomotaka Tasaka, Kon Ichikawa, incluso Hiroshi Shimizu en sus seis últimas películas (por desgracia, todas invisibles en Occidente), y, a cierta distancia, Hiroshi Inagaki, Kimiyoshi Yasuda, Tokuzô Tanaka y Umetsugu Inoue, así como excelsos directores de fotografía entre los mejores de la cinematografía mundial como Kazuo Miyagawa, Jôji Ohara y Chikashi Makiura, rodaron de forma habitual para la casa; incluso, por si la nómina aún no fuera lo suficientemente impresionante, también colaboraron con ella ocasionalmente Yasujirô Ozu, Mikio Naruse, Akira Kurosawa, etc., para entregar algunas de sus mejores películas; es más, como curiosidad, Daiei, que fue la primera de las compañías japonesas en impulsar con fuerza el cine de su país en Occidente con RASHÔMON (A. Kurosawa, 1950), JIGOKUMON (La puerta del infierno, T. Kinugasa, 1953) y UGETSU MONOGATARI (Cuentos de la luna pálida, K. Mizoguchi, 1953), también participó en la producción de la indeleble HIROSHIMA MON AMOUR (A. Resnais, 1959). Así las cosas, en el panorama cinematográfico japonés, ni siquiera puede retarle Shôchiku (productora, no obstante, de historia mucho más larga), habitual de Ozu, el Mizoguchi de los cuarenta, el Shimizu de los treinta, Keinosuke Kinoshita, Masahiro Shinoda y el primer Nagisa Ôshima.

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Pues bien, pese a que Daiei suele asociarse, como es lógico, al fulgor de la recta final de Mizoguchi, ningún director fue más característico de la productora que el gran y muy mal conocido Teinosuke Kinugasa, cuya carrera aparece indisolublemente ligada a la productora de los rayos anaranjados del amanecer desde finales de los cuarenta, al menos desde KÔGA YASHIKI (La mansión Kôga, 1949), hasta su último film, la producción soviético-japonesa CHIISAI TÔBÔSHA (El pequeño fugitivo, 1966): Kinugasa fue, indudablemente, el hombre de confianza de la Daiei.

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He amado: Carrie (William Wyler, 1951)

He amado: Carrie (William Wyler, 1951)

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Para Kent, Mª Carmen, Mariona y Rafael.

 

Con el alsaciano William Wyler una parte sustancial de la crítica ha cometido una injusticia que ya se prolonga demasiado, al pasar de considerarlo como un cineasta primordial (Bazin, Mitry…) a tenerlo, poco menos que despreciarlo, como un director de segunda ¡y académico! Ciertamente, resulta excesivo elevar a Wyler entre los mayores genios del cine, pero aún merece mucho menos la equívoca fama que hoy arrastra; menos todavía cuando llevamos ya años de reivindicaciones entusiastas de directores menos insignes, como, por limitarnos a compañeros suyos de generación, Edgar G. Ulmer, Henry King, ¡o hasta John Stahl!

Es cierto que los títulos mejores del alsaciano, al menos los más potentes visualmente, salvo THE LITTLE FOXES (La loba, 1941) y THE HEIRESS (La heredera, 1949), no figuran entre los más famosos, los más prestigiosos o los que más premios recibieron. Así que desde aquí reivindicamos a Wyler, aparte de por los dos títulos anteriores, por una impresionante lista, a lo que se ve impermeable para la mítica: por THE STOLEN RANCH (1926) y por la mitad muda de THE LOVE TRAP (1929); por HELL’S HEROES (1930), A HOUSE DIVIDED (La casa de la discordia, 1931) y DODSWORTH (Desengaño, 1936); por FRIENDLY PERSUASION (La gran prueba, 1958) y THE CHILDREN’S HOUR (La calumnia, 1961), remake, por cierto, superior al original THESE THREE (Esos tres, 1936), del mismo Wyler, por más que rara vez se le haya reconocido; y sobre todo, por COUNSELLOR AT LAW (El abogado, 1933), THE DESPERATE HOURS (Horas desesperadas, 1955) y las que son, con diferencia y a nuestro entender, las dos cimas de su carrera: CARRIE (1951) y el magistral documental THE MEMPHIS BELLE (1944), simplemente uno de los mejores de la historia del cine.

En lo que a CARRIE toca, su flagrante olvido debe mucho a su muy escasa difusión, tanto nacional, ya que Paramount la archivó durante casi dos años por sus demoledoras connotaciones sociales, como internacional y, cómo no, ibérica, pues en España se estrenó con casi veinte años de tardanza debido a un argumento que sin duda debió de considerarse, aparte de triste y deprimente, inmoral (desfilan la mancebía, la bigamia, el latrocinio…, y no contemplados negativamente). Y sin embargo, CARRIE destaca singularmente en la filmografía del cineasta hasta erigirse como su mejor largo; no sólo eso, es también la mejor adaptación de una novela del clásico estadounidense Theodore Dreiser, muy por encima de las “tragedias americanas” de Stevens o, cosa rara, Sternberg. Así las cosas, achacar las virtudes del film a la novela de partida sería absurdo, pues un Wyler inspiradísimo no sólo supo asumir a fondo la fuente original, sino que le sacó un partido visual soberbio, ayudado además por una espléndida fotografía de Victor Milner, la vibrante partitura de David Raksin, los magníficos decorados de Hal Pereira y por unos sublimes Jennifer Jones y Laurence Olivier, que nunca estuvieron mejor.

Es difícil, si no imposible, encontrar una película de la época que se enfrente tan sin ambages a la sordidez del ambiente retratado (¿motivo del retraso en su estreno?), aunque, ciertamente, sin llegar a regodearse en ella: los capataces bajan la luz de las lámparas a las trabajadoras, lo que repercute en accidentes laborales; las familias parecen regirse sólo por motivos pecuniarios (a Carrie su cuñado le cobra la pensión; a George su mujer lo tiene maniatado al tener a su propio nombre las propiedades conyugales); las cartas de trabajo se revenden; los hogares de acogida son cuchitriles miserables; etc.

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