La ponzoña en el Paraíso: Othello (Orson Welles, 1951)

La ponzoña en el Paraíso: Othello (Orson Welles, 1951)

 

Para Albinus, Ale, Ángel Miguel, Antonio, Arnold, Beatriz, Carl, Enrique, Federico y Federico Javier, Francisco José, Gerónimo, Guy, Huw, John, José Antonio , Lolita, Luis William, Massimo, Mauro, Owen, Pedro, Rafael José, Raúl y Raúl, Renzo, Roberto, Rosa Blanca, Scott y Stephen.

 

Orson Welles no es precisamente un director infravalorado. Al contrario, durante años se lo consideró poco menos que el Genio (con mayúsculas) del cinematógrafo, en detrimento incluso de compatriotas suyos con mayores merecimientos para ostentar el imaginario título (ejemplarmente, Vidor, Ford y Mann). No obstante, Welles, aunque puede estar valorado un poco excesivamente, ya que su filmografía presenta un alto porcentaje de películas irregulares o fallidas, tampoco es ni de lejos un falso prestigio: al fin y al cabo, un puñado de buenas películas, más tres magníficas y dos obras maestras están al alcance de muy pocos.

Uno de los conjuntos más compactos de la obra del cineasta de Wisconsin lo conforman, sin duda, sus tres adaptaciones de William Shakespeare; por orden cronológico: MACBETH (1948), OTHELLO (1951) y CHIMES AT MIDNIGHT (Campanadas a medianoche, 1965), basada esta última en varias piezas del dramaturgo inglés, principalmente Henry IV (Enrique IV). OTHELLO es, pues, la segunda adaptación de Shakespeare del entonces ya maduro enfant terrible de Hollywood…, tras el fracaso de MACBETH. Lo cierto es que el MACBETH de Welles hacía gala de ciertos rasgos en principio encomiables, por más que debidos a su escaso presupuesto, tal su concentración teatral, así como sus decorados de aire conceptual en una época en la que esto apenas se llevaba en teatro (aunque la película se basara en un montaje previo del propio Welles), muchísimo menos en cine. Pero tal estilización devino en error, ya que, si este tipo de puestas al día pueden resultar productivas con algunos dramaturgos, por ejemplo, con los clásicos griegos, tal y como demostró Vittorio Cottafavi con sus LE TROIANE (1967) según Eurípides y ANTIGONE (1971) e I PERSIANI (1975) según Sófocles, sinceramente se adecúan mal al apasionado y espectacular universo shakespeariano, que requiere pasión y exuberancia a raudales. Es más, MACBETH pechaba con una pareja protagonista inadecuada: si Jeanettte Nolan era entonces ya demasiado mayorcita, cuando menos lo aparentaba, y a veces parece salirse de su personaje de Lady Macbeth, aún peor es el Macbeth del propio Welles, que con frecuencia parece un pipiolo henchido de autocomplacencia por estar interpretando a su personaje favorito; y, ciertamente, siendo el resto del reparto bastante mejor, tampoco es que brille a gran altura. Asimismo, MACBETH adolecía de una puesta en escena que dilapidaba la concentración a priori encomiable, pues Welles repetía sus composiciones más características continuamente, una vez tras otra…, aun cuando no tuvieran excesivo sentido; eso, por no hablar de escenas rodadas chapuceramente, como todas las relativas al bosque semoviente de Birnam.

Sin duda, el director fue consciente de todos estos errores, pues se esfumaron en OTHELLO, comenzada a rodar tan sólo un año después de MACBETH, en 1949. Para empezar, la película cuenta, esta vez sí, con un reparto impecable, incluido el propio Welles como el moro de Venecia, aunque tal vez en exceso atemperado, así como también los miembros del elenco prácticamente noveles en cine (costumbre inveterada del cineasta desde la inaugural CITIZEN KANE [Ciudadano Kane, 1941]): Suzanne Cloutier como Desdémona, Michael Laurence como Casio y, naturalmente, Micheál MacLiammóir encarnando un memorable Yago. Algo, por cierto, que no se puede afirmar de CHIMES AT MIDNIGHT, por culpa de la absurda presencia de una ceñuda Jeanne Moreau ¡y sin doblar! Pero, sobre todo, OTHELLO olvida la estéril estilización para, a base de barroquismo compositivo y prolijo montaje, a veces hasta entrecortado, imprimirle vida al texto de partida. Así, si MACBETH fue rodada con una puesta en escena chatamente teatral donde lo más importante para los actores no parecía ser tanto comunicar las emociones de sus personajes como recitar el sacrosanto texto, OTHELLO es una película mucho más libre que sabe respirar por sí misma, pues no se pliega a la letra servilmente y, en consecuencia, acaba convirtiéndose en una experiencia puramente cinematográfica. Nótese al respecto cómo Welles abandona con frecuencia a los personajes que recitan el texto para insertar planos de otros que no hablan en ese momento, pero oyen y sienten la repercusión de las palabras de los que hablan: por ejemplo, durante la exculpación que Otelo hace de sí ante el consejo veneciano, se interrumpe la toma, montaje mediante, para insertar la reacción de Desdémona, arrobada ante su marido, cuyo trayecto hasta el consejo, por cierto (abreviado en la versión americana), Welles ha detallado;

  

o, ya en Chipre, sucede cuando Otelo le dice a su esposa “Come, my dear love” / “Ven, amor mío”, y las palabras se registran sobre un plano de Yago y Emilia que cortocircuita el de la pareja noble, ya que los maduros serán sustanciales en el posterior distanciamiento del matrimonio.

  

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Meandros de la memoria: La humilde modernidad de Rebecca (Alfred Hitchcock, 1940)

Meandros de la memoria: La humilde modernidad de Rebecca (Alfred Hitchcock, 1940)

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[NOTA.- Los fotogramas que ilustran el texto proceden de REBECCA, los primigenios; y de CITIZEN KANE, JE T’AIME, JE T’AIME o SOLARIS, los “replicantes”.]

 

“Anoche soñé que volvía a Manderley”. Esta mágica evocación de la innominada protagonista de REBECCA ejerce un sortilegio sobre el cinéfilo similar al que detentaba el “Asa Nisi Masa” sobre Guido Anselmi en OTTO E MEZZO (F. Fellini, 1963). Ahí está condensado todo: la nocturnidad, el ensueño, la rememoración. ¿Cuántas películas no podrían haber comenzado con una ligera variación de esta frase inmortal? Anoche soñé que volvía a Nevers. Anoche soñé que volvía a Marienbad, a Bray, a Rímini, a Calcuta. O al planeta Tierra. O simplemente al rincón de las fresas salvajes.

Y sin embargo, REBECCA es, en cierto modo, una película aislada en la historia del cine, ya que sus más fructíferas semillas tardarían dos décadas en germinar. Cierto que generó numerosas influencias, pero la mayoría se limitaron a cuestiones puntuales, carentes de la densidad del modelo: quizás REBECCA era demasiado sutil; quizá en su media hora final hacía demasiado hincapié en la historia policíaca, empañando algo el singular ensueño de lo precedente; tal vez tampoco Hitchcock se interesó en proseguir la senda desbrozada por él mismo; o el cine aún no estaba maduro para transitar el camino…

El primero en percibir la asombrosa y humilde modernidad de REBECCA fue Orson Welles, cuyo aclamado debut en la industria le debe abundantes recursos y muchas de sus “invenciones” más celebradas…, trocando la modestia por la pompa y rayando en el plagio: la proyección del corto familiar en Hitchcock se transforma en Welles en la de un noticiero, cada uno con su peculiar sesgo documental; Manderley muta en Xanadú, y también el espectador accede a él al inicio mediante nocturnos y misteriosos planos en movimiento que deben salvar una verja y que se coronan por una misteriosa luz en lo alto de la gigantesca mansión; el matrimonio se muestra distanciado por una larga mesa tras un movimiento de grúa de similar ejecución; al final, las llamas purificadoras devoran el emblema de los respectivos imperios, de Rebeca y de Kane, ejemplificados ambos ¡por la misma inicial, la R! Pero CITIZEN KANE (Ciudadano Kane, 1941), pese a su narrativa a base de testimonios, trufada de flash-backs en abundancia, en absoluto puede considerarse un discurso sobre la memoria.

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