Para Alberto y Alberto, Ángel, Antonio, Claudio, Eloisa, Emil, Gaviláztena, Harold y Hilda, John y Jon, Jorge, José-Manuel, Juan, Laura y Lola, Luis Fernando, Margarita, Mercedes, Tabesh y Toño.
UN GÉNERO ÚNICO
Antes de centrarnos en Charles Chaplin, conviene dejar constancia de algo que, no por sabido, ha de pasarse por alto: la radical diferencia entre el cine cómico o slapstick y la comedia; pues se trata de géneros dispares, por más que ambos recurran al humor como motor de las películas…, o más bien recurrían, ya que el gran cine cómico es, por desgracia, historia. De hecho, entre slapstick y comedia hay diferencias esenciales selladas por las estrategias totalmente diferentes que utilizan, de modo que su relación sería, por poner un símil, algo parecido a lo que en biología se conoce como convergencia evolutiva. En efecto, mientras la comedia emplea recursos narrativos y formales “convencionales”, en el sentido de que son comunes a otros tipos de cine, como la gran familia del drama (con toda su cohorte de géneros: melodrama, maurodrama, film noir, bélico, etc.), el slapstick utiliza resortes propios, a veces sumamente laxos en lo que a la narrativa toca. Esta peculiar idiosincrasia podría explicar, de hecho, por qué el cine cómico fue, junto al documental, el último en incorporarse al modo del largometraje (ni Chaplin, ni Buster Keaton, ni Harold Lloyd rodaron ninguno hasta el mismo año de 1923, ¡ni que se hubieran puesto de acuerdo!), puesto que, en realidad, ya había madurado perfectamente con el formato del cortometraje; y su notable especificidad se hace patente al constatar que sus practicantes apenas nunca cambiaron de género, o lo hicieron muy tardíamente: solamente Chaplin rodó un par de melodramas, y tan sólo uno cabal ¡en 1952!, LIMELIGHT (Candilejas), y McCarey se decantó por el género de la lágrima una vez abandonado el slapstick definitivamente, mientras, por el lado contrario, Lubitsch, Stiller, Hawks, Wilder, Leisen, etc., alternaron continuamente a lo largo de su carrera dramas con comedias.
Las diferencias entre ambos géneros son abundantes y notables. Para empezar, mientras el objetivo primordial de la comedia es poner en solfa las convenciones sociales, el del cine cómico es todavía más ambicioso: no sólo subvertir en profundidad el entramado social, sino, más aún, poner en evidencia el carácter absurdo del mundo o, mejor, de eso que entendemos por realidad. Por ello el cine cómico fue admirado hasta el delirio por los surrealistas, hasta el punto de que los dos primeros filmes de Luis Buñuel, UN CHIEN ANDALOU (Un perro andaluz, 1929) y L’ÂGE D’OR (La edad de oro, 1932) bien pueden adscribirse al género: y es que el slapstick ya había conseguido con elegancia y contundencia lo que ellos pretendían, no otra cosa que la subversión de lo real. Para seguir, mientras una comedia progresa fundamentalmente a base de secuencias habitualmente muy dialogadas (aunque la película sea muda), la unidad de sentido del slapstick es el gag, herramienta puramente visual, y, más tarde, también sonora, prácticamente siempre independiente de los diálogos…; aunque ello no signifique que se renuncie al gag verbal, como muestran los intertítulos silentes de H. M. Walker o, ya en el sonoro, las invectivas absurdas de los hermanos Marx. Por ello, la comedia encontró un campo ideal en el cine sonoro, cuando se expandió y desarrolló de manera espectacular, mientras el cine cómico (de imagen real, precisemos), si bien aguantó el tipo a comienzos de los treinta, acabó por amustiarse durante un largo período, para recuperarse efímeramente, a modo de coletilla, a finales de los cincuenta, con Frank Tashlin, Jerry Lewis, Jacques Tati y Pierre Étaix, y, tras ellos, volver a ajarse definitivamente. Todavía más: mientras los recursos formales de una comedia no difieren en lo esencial de los de otros géneros, los más específicos del cine cómico son casi intransferibles y se basan, más que en la planificación propiamente dicha y mucho más acusadamente que en otras películas, en la mímica, en el montaje interno al plano, en la coreografía de los movimientos y, aún más específicamente, en imágenes como el equívoco visual o el trampantojo; incluso rara es la escena en el género donde lo verdaderamente significativo debe encontrarse en resortes como la iluminación o los movimientos de cámara (con la notable excepción del film de Lloyd THE KID BROTHER [El hermanito, L, Milestone, 1926], abundante en detalles de sobresaliente planificación, cuya muestra más insigne sería la preciosa escalada al árbol de Harold para despedirse de la chica).
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