El plano como lienzo: Richard Mueller, genio del color, genio del cine

El plano como lienzo: Richard Mueller, genio del color, genio del cine

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Para Carmen.

 

Con demasiada frecuencia, los aficionados tendemos a asignar todos los hallazgos de un film a sus directores, en lo que supone una ciega y errónea aplicación de la politique des auteurs; un abuso que tiene lugar incluso cuando se trata de indudables autores, como Hitchcock, Ozu, Bergman o Fellini, pues, evidentemente, no todos los hallazgos visuales provienen de los directores, y aun menos cuando sus colaboradores son de categoría. Normalmente, tras los directores, aquellos que más pueden influir en el concepto general del film son los directores de fotografía, ya que estos son los encargados de registrar todo lo que hay frente a la cámara durante el proceso de rodaje, además de que la iluminación dota a las películas de una atmósfera precisa que empapa todos los demás elementos de la puesta en escena y, parafraseando a Sirk, conforma su filosofía. Poco habitual es, pese a ello, que los fotógrafos contribuyan al discurso general del film de una forma tan determinante que casi, casi se erijan en coautores del mismo, como sucede con un selecto ramillete: Nicholas Musuraca o Kazuo Miyagawa, casi siempre; Stanley Cortez o Lee Garmes, intermitentemente; alguno que otro… Pero lo que ya es decididamente excepcional es que otros miembros del equipo puedan influir hasta tal grado en la elaboración de un film; y aún más trabajando en una labor tan específica como es la de asesor de color, cargo que tuvo su auge en las décadas de asentamiento del procedimiento de Technicolor y que acabaría desapareciendo a mediados de los años sesenta.

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Así las cosas, el gran Richard Mueller es un caso único en toda la historia del cine: un hombre que, asumiendo una parcela muy concreta en la elaboración de películas, acabó influyendo en aquellas en las que participó, tanto que llegó a convertirse en un auténtico creador. Pues, a diferencia de sus colegas de cargo, su estilo original y deslumbrante no sólo originaba espléndidas composiciones cromáticas, sino que, merced a la distribución del color dentro del plano y a lo largo del metraje, contribuía a definir a los personajes y aportaba un plus de sentido a las obras, ¡de qué manera!, demostrando de paso que el color podía ser un arma formal incluso más poderosa que la iluminación. Da igual que fueran westerns o comedias, filmes de Hitchcock, Lewis o DeMille; que sus directores de fotografía fueran tan distintos como el aceptable Loyal Griggs, el solvente Wallace Kelley, el excepcional Charles B. Lang o el gran Robert Burks; o que los directores artísticos o los encargados de vestuario fueran quienes fueran: el toque Mueller, tan osado como distinguido, siempre estaba ahí.

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Taller de Murnau: Four Sons (John Ford, 1928) y Street Angel (Frank Borzage, 1928)

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El caso de Fox, el estudio, a finales de los años veinte es único en toda la historia del cine. Tras el contrato de Murnau en el que William Fox le brindó tarjeta blanca, que tuvo como resultado la indeleble SUNRISE (Amanecer, 1927), la consigna dada a los otros directores importantes de la casa fue hacer películas en la estela de dicha obra maestra; sobre todo, en lo que atañe a la concepción de una iluminación llena de claroscuros, la confección de unos decorados de tintes germánicos y la ejecución de fluidos movimientos de cámara, aunque también por una mayor insistencia en que las tramas se ubicaran en Europa. Ello, hasta tal punto que, por un par de años, la Fox se convirtió poco menos que en el taller de Murnau, como si fuera uno de esos de los clásicos artistas europeos (Miguel Ángel, Tiziano, Rembrandt, etc.), de forma que directores ya asentados como Hawks, e incluso con mayor experiencia a sus espaldas que el emigrado, como Ford o Walsh, se convirtieron poco menos que en aprendices del alemán; o cuando menos, fue este el acicate para explorar e incorporar nuevos recursos en sus respectivas obras. Casi todos los filmes de Fox tuvieron así, mientras duró el contrato con su director estrella, un aire a Murnau. Ciertamente, la influencia de SUNRISE sobrepasó el estudio, para acusarse en múltiples películas de finales del período silente: la obra cumbre de Vidor (y de todo el cine mudo), THE CROWD (…Y el mundo marcha, 1928), de producción MGM, recuperaba en un par de ocasiones esos característicos travellings de seguimiento a las espaldas de los actores; y qué decir de la más modesta LONESOME (Soledad, Pál Fejös, 1928), para Universal, que transcurre prácticamente entera en ese Luna Park donde la pareja se solaza, con esa tormenta que acaba con la diversión, y que también utiliza sobreimpresiones con intenciones cotejables a su modelo (en concreto, las del tocadiscos, mientras suena la canción “Always”, parecen acosar a la chica tal como la mujer de la ciudad obsesionaba al hombre de SUNRISE).

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