Teinosuke Kinugasa: La modernidad de la tradición

Teinosuke Kinugasa: La modernidad de la tradición

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Para Paco-sensei.

 

LA MODERNIDAD DE LA TRADICIÓN

El método del último Kinugasa, sustentado principalmente en unos contados elementos (planos fijos, leit-motivs, reencuadres, algún que otro plano detalle) se exacerbará en las grandes películas rodadas entre 1958 y 1961, lo que, unido a que la mayoría de dichas obras no son más que variaciones sobre un mismo tema (como sucede también en la filmografía final de Ozu con el recurrente asunto de las hijas casaderas), hace pensar en el método de la música dodecafónica; si bien el resultado resulta mucho menos árido que en un Schönberg, siquiera sea por el exquisito gusto compositivo del director y por su abrazo al folletín más irredento, propio del cine silente, donde pobres mujeres enamoradas, preferiblemente geishas y siempre encarnadas por la sufrida Fujiko Yamamoto, son víctimas de la adversidad y del opresivo entorno social.

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En fin, no deja de ser una ironía que aquel que comenzó su carrera como enfant terrible del cine mudo japonés y el más vanguardista de sus colegas acabara al final de su trayectoria ofreciendo películas de temática rabiosamente tradicional y perspectiva orgullosamente añeja…, sólo que atesorando toda la sabiduría acumulada durante varias décadas. Pues, como sucede con el mejor Griffith, el de BROKEN BLOSSOMS (Lirios rotos, 1919) o WAY DOWN EAST (Las dos tormentas, 1920), en el mejor Kinugasa el folletín no es más que un medio para alcanzar la trascendencia amorosa… o la tragedia; y al igual que con Ozu (de nuevo), estas últimas películas de apariencia convencional y formas calmadas y discretas atesoran una elaboración prodigiosa que, en los mejores casos, las elevan hasta el podio de las obras maestras.

En los títulos en color y scope, así como en los previos que mejor los presagian, destaca la extraordinaria utilización de los decorados, tal y como ya pudimos comprobar en la entrada anterior durante el encuentro en la azotea entre Shinja y su amigo en BARA IKUTABIKA (Tantas veces las rosas, 1955), y como comprobaremos, al final de esta, en el encuentro entre Koshino y Jun’ichi en el parque dominado por la estructura escarlata de SHIRASAGI (La garceta, 1958). Pero aún sobresale mucho más un descoyuntamiento del encuadre perpetuo, y ominoso por cuanto asfixia a los personajes, que genera múltiples subespacios internos a él; ya no merced a los paneles de la casa japonesa en combinación con la elección de los tiros de cámara, algo siempre esperable en un cineasta nipón, sino también aprovechando la vivienda occidental, la naturaleza, los objetos, etc. Véanse, por ejemplo, planos, planos y más planos de una de sus obras maestras, MIDAREGAMI (El cabello revuelto, 1961).

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