Dos son los grandes placeres que proporciona la ingente filmografía de cortometrajes de David Wark Griffith: por un lado, la frescura de muchos de sus personajes y lo inesperado de sus reacciones y, por otro, la constatación de cómo el caballero del sur fue construyendo, forma a forma, la gramática que daría lugar al llamado lenguaje cinematográfico. Esta última afirmación no significa que, tal y como se llegó afirmar antaño, Griffith inventara tantos y tantos recursos, pues era esta una especie totalmente falsa: los insertos o los travellings, digamos, ya existían antes de que él tirara su primer metro de celuloide (aunque, muy probablemente, sí inventara el travelling aéreo en INTOLERANCE [1916]…, so excusa de las orgías babilónicas). Ahora bien, lo que sí es prerrogativa del gran cineasta, y por ello aún merece llamarse el padre del cine con todos los honores, es su utilización de los recursos para generar sentido; un sentido que puede abarcar desde sencillos matices en la definición de un personaje hasta un complejo discurso que afecta a toda la construcción del film (como, ejemplarmente, en INTOLERANCE). No es exageración, pues, afirmar que, con Griffith, el cine supera su condición de mero documento (Lumière), mero espectáculo (Méliès) o mero vehículo narrativo (los films d’art) para convertirse en un medio de expresión propio. Y en un arte.
[Inciso.- Hoy en día, el cine parece haberse zambullido en el modelo Lumière (al que se adhieren, por ejemplo, tantos prestigiosos directores orientales), en el modelo Méliès (claro está, el cine de efectos especiales y de espectáculo desaforado que tanto cunde hogaño) y en el modelo film d’art, de gran capacidad mutante (tantas películas chatamente narrativas, totalmente dependientes del guión), dándole la espalda, por desgracia, al modelo Griffith, el de las imágenes generadoras de significado en su mutuo contacto y relación, que posibilitó todos los gigantes que ha conocido el cinematógrafo, desde el mismo Griffith hasta Angelopoulos inclusive, con la única excepción de aquellos que siguieron el modelo Linder (es decir, el de los grandes cómicos), por desgracia extinto desde hace ya años sin remisión. No es de extrañar que el séptimo arte, hoy por hoy, de tal, sólo tenga lo de séptimo.]
THE ROSE OF KENTUCKY (1911), en concreto, es uno de los más resplandecientes ejemplares y uno de los deliciosos Griffith de esos inicios de carrera donde se fue asentando el nacimiento de un lenguaje. Además, su reciente difusión en una copia telecinada a la velocidad correcta, y no a la acelerada con que se suele agredir a tantas películas mudas, revela también los sutiles matices en las interpretaciones griffithianas, tan lejos de los aspavientos teatrales que orquestaban muchos otros directores de la época como de los movimientos de clown en que muchas veces se convierten sencillos gestos debido a nefastas aceleraciones aplicadas erróneamente desde que el cine comenzó a tirarse a 24 fotogramas por segundo.