Reír por no llorar: Risate di gioia (Risotadas de alegría, Mario Monicelli, 1960)

Reír por no llorar: Risate di gioia (Risotadas de alegría, Mario Monicelli, 1960)

 

Para Ágata, Alberto, Alejandro, Alfonso y Alfonso, Belén, Dave, Enrique, Gaby, Ilker, James y Jimmy, Guillermo, Juan, María, Mikel y Michael, Paco, Pedro, Rafael y Ramón.

 

La commedia all’italiana, cuya nomenclatura comenzó siendo peyorativa (como aquí sucedería, salvando las enormes distancias cualitativas, con las “españoladas”), es un tipo muy especial de comedia; pues, aunque con frecuencia es divertida, poco tiene que ver con la americana o con las de todos los demás lares, en el sentido de que su tono no es necesariamente ligero, sino que con frecuencia coquetea con el drama y hasta con la tragedia, pudiendo incluso desembocar en la muerte de los propios protagonistas de las películas. De hecho, la commedia all’italiana presenta no pocas afinidades con el cine sórdido, ese género todavía hoy no reconocido como tal que inauguraron Erich von Stroheim y Tod Browning en torno a 1919; y es que su objetivo primordial no es tanto ser divertida (que también) como sacar a relucir los aspectos más ridículos y contradictorios de sus nacionales…, o, más ampliamente, desvelar lo absurdo de la existencia humana. Nótense, de hecho, algunas de sus temáticas, que a priori nadie más que los italianos las hubiera considerado en términos de comedia: una huelga feroz durante la era industrial en I COMPAGNI (M. Monicelli, 1963); la Primera Guerra Mundial en LA GRANDE GUERRA (La gran guerra, M. Monicelli, 1959); el final de la Segunda Guerra Mundial en TUTTI A CASA (Todos a casa, Luigi Comencini, 1960); la fuga de unos presos en A CAVALLO DELLA TIGRE (L. Comencini, 1961); etc.

Por eso también, porque retrata a personajes vivales, pillos y con una pizca (o dos, o tres) de bribones y granujas… como sólo se pueden encontrar en la península itálica (ni siquiera en la ibérica), el star-system de la commedia all’italiana es bastante peculiar. Así, sus grandes estrellas habituales más características son indefectiblemente hombres, no necesariamente atractivos, que hacen gala de una mímica bastante austera y controlada (Totò, Vittorio de Sica, Ugo Tognazzi, Vittorio Gassman, Nino Manfredi, Marcello Mastroianni, etc.), que nunca intentan, de hecho, forzarse en ser graciosos, sino que, manteniendo una relativa seriedad, dejan que sea el ridículo de las situaciones el que vaya destilando el humor… mientras ellos, con frecuencia, apenas se inmutan; evidentemente, salvo las manos, siempre dispuestas a sustituir o complementar a las palabras: no en vano, los italianos de hasta mediados del siglo XX eran el pueblo con mayor riqueza gestual de todo el orbe, muchos de cuyos códigos se remontan nada menos que a los romanos. Dentro de dicho peculiar star-system cómico brilla con inusitado fulgor un actor que representa todo el género: naturalmente, Alberto Sordi. Y no solamente por su extraordinario talento y porque fuera el que más se prodigara en él, sino porque ya no es que encarnara a granujas vergonzantes o redomados, sino a seres de una mezquindad irremisible, como el que tal vez sea su rol definitivo: el Alberto Manichetti de la magnífica UN EROE DEI NOSTRI TEMPI (M. Monicelli, 1955), de mirada de besugo perplejo, voz aflautada, e histriónicos ademanes rayanos en la histeria… o, finalmente, la paranoia.

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