De la pasión y la prisión: Noboru Nakamura, el gran cineasta arcano.

De la pasión y la prisión: Noboru Nakamura, el gran cineasta arcano.

  

 

Noboru Nakamura es uno, otro más, de esos extraordinarios directores japoneses prácticamente desconocidos. Perteneciente a la misma generación de Kôzaburô Yoshimura, Akira Kurosawa, Kon Ichikawa y Keisuke Kinoshita, y vista una docena de sus películas (lo cual, tal y como está la distribución de su obra, es casi una proeza), su valor real, incluso su estilo y universo, aún están por determinar del todo. Es posible que Nakamura no presente una calidad media tan alta como Yoshimura y Kurosawa (¿o sí?), los mejores de su generación, pero lo cierto es que Ichikawa y Kinoshita, de los que conocemos su filmografía casi al completo, son más intermitentes en sus usos formales y mucho más irregulares, de manera que es, más que probable, casi seguro que el día en que por fin conozcamos un porcentaje significativo de la obra del director nacido en Taitô, lo tengamos que resituar a la altura de los dos últimos, e incluso tal vez de los dos primeros. Lo que sí está claro ya es que nuestro director se sitúa varios escalones por encima de otros directores magníficos de su misma generación, como Yuzô Kawashima o Kimiyoshi Yasuda; y, desde luego, resulta netamente superior, sin abandonar a los nacidos entre 1910 y 1920, a los muy prestigiosos Masaki Kôbayashi, Kaneto Shindô, Satsuo Yamamoto y Tadashi Imai.

Insistamos: haber visto quince películas de una filmografía que, según la Wikipedia francesa, la más recomendable y completa cuando de cine nipón se trata, roza las noventa (otros portales ofrecen listados mucho más reducidos), no es suficiente, evidentemente, para calibrar el valor real del cineasta. Así las cosas, da la impresión de que la obra de Nakamura se dividiera en dos etapas. La primera iría desde su debut en 1941 hasta finales de los años cincuenta, donde las tramas se desarrollan fundamentalmente mediante miradas de carácter silente, ofrecidas con frecuencia en planos medios y primeros, y se aderezan con no pocos movimientos de cámara; y la segunda, seguramente propiciado el cambio por la adopción del color y el scope, se desarrollaría en la década de los sesenta, tal vez ya en las postrimerías de los cincuenta, cuando su estilo se vuelve más distante y austero, más ahorrativo con los travellings y más proclive a la abstracción, y se prolongaría durante los setenta, época de la que cabría excluir su obra postrera, NICHIREN (1979), inesperadamente convencional, así como ajena al resto de los títulos suyos que conocemos. Y nada menos que diez de esas quince películas, en lo que supone un porcentaje envidiable, oscilan entre la excelencia y el decidido magisterio; en concreto: WAGA YA WA TANOCHI (Mi hogar tan animado, 1951), NAMI (Las olas, 1952), DOSHABURI (El aguacero, 1957), NAMI NO TÔ (La torre de las olas, 1960), TSUMUJIKAZE (El ciclón, 1963), KOTO (La ciudad vieja, 1963), YORU NO HENRIN (Escamas de la noche, 1964), KAZE NO BOJÔ (Anhelo del viento, 1970), YOMIGAERU DAICHI (La tierra renovada, 1971) y SHIOKARE TÔGE (El puerto [de montaña] de Shiokare, 1973).

Por lo general, salvo alguna excepción como la comedia TSUMUJIKAZE, frente a las películas con frecuencia algo más ligeras de los primeros años (las que conocemos…), las de los sesenta presentan una gran severidad tanto tonal como formal, lo que, en el caso de Nakamura, puede acarrear el peligro de que la puesta en escena casi se torne apática, haciendo que algunos títulos en principio prometedores como KINOKAWA (El río Kino, 1966), su película río, valga la redundancia, o CHIEKO-SHO (Retrato de Chieko, 1967) acaben siendo decepcionantes…, aunque no tanto, ciertamente, como la primeriza OTOKO NO IKI (El brío de un hombre, 1942) o la fallida NICHIREN. Pese a ello, los sesenta son los años de esplendor que revelan al Nakamura más original y poderoso, aquel capaz de llevar a buen puerto películas tan diferentes como el melancólico melodrama NAMI NO TÔ, la sátira TSUMUJIKAZE, la tan turística como turbia y arrebatada KAZE NO BOJÔ o, apenas un poco más tardías, la estupenda YOMIGAERU DAICHI y la impresionante SHIOKARE TÔGE; aquel capaz de ofrecer dos películas tan extraordinarias como KOTO, de la que Ichikawa rodaría un inferior remake en 1980, y la memorable YORU NO HENRIN, conocida en inglés como Shape of the Night, que son de momento, a falta de conocer tantísimos otros, sus dos mejores títulos. Y, en concreto, YORU NO HENRIN es una obra maestra absoluta, que ya sólo ella le garantiza a Nakamura un lugar entre los grandes cineastas de todos los tiempos.

Da la impresión de que el color y, sobre todo, el scope fueron las herramientas que propiciaron la eclosión de Nakamura como autor total; cuando menos del Nakamura definitivo. Ahora bien, esto no significa que ya en títulos anteriores no trasluciera la fuerte personalidad del cineasta, y que algunas constantes visuales ya se establecieran en ellos. Comencemos, pues.

 

LOS ESPEJOS DE LO INCONFESABLE

Los espejos en Nakamura son el lugar donde surge un aspecto recóndito y con frecuencia inconfesable de los personajes, con connotaciones negativas, cuando menos problemáticas. Así, en NATSUKO NO BÔKEN (La aventura de Natsuko, 1953), su primer film en color, la malcriada y ególatra Natsuko, en una secuencia a solas, se contempla en un espejito de mano, y su rostro llena todo el reflejo, revelándola como lo que es: una especie de luna llena, un ser henchido de sí mismo.

Sin embargo, más punzante todavía resulta el uso de los espejos en la anterior NAMI (Las olas, 1952), en blanco y negro y una de sus mejores películas, donde brilla la capacidad del director para generar sensaciones, ideas y sentimientos de forma puramente cinematográfica. En concreto, son cuatro los planos donde el espejo es central en el relato de la experiencia vital de Kosuke (encarnado por un extraordinario Shin Saburi, en la que seguramente sea su interpretación más rica y compleja) desde el momento en que entró en su vida una exalumna más joven que él llamada Kinuko. Dos de esos planos dan cuenta de puntos de inflexión en la relación de la simpar pareja; los otros dos son ecos de los anteriores que rememoran inmisericordes el pasado después de unos años y de que Kinuko haya muerto.  El primer par de planos reverberantes muestra a Kosuke arreglándose la corbata en el espejito de mano de las mujeres que le atraen, a petición de las risueñas jóvenes: primero, Kinuko; después, la hermana menor de la niñera del hijo del hombre.

 

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