El embrujo de Zazà: Zazà (Renato Castellani, 1944)

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Llama la atención que una obra francesa tan decimonónica y, al parecer, tan follestinesca como Zaza haya sido llevada al cine nada menos que seis veces, entre 1913 y 1956…, y que algunos tándems estelares hayan descarrilado aparatosamente con ella. Así, la ZAZA (1923) de Allan Dwan y Gloria Swanson es una película sorprendentemente mansa y apática, que para nada presagia las alturas que director y actriz alcanzarían al poco con MANHANDLED (Juguete del placer, 1924)… y que en más de una ocasión despierta los bajos instintos de darle una patada en las posaderas a una Swanson, so excusa de que encarna a una temperamental francesa, diva y descontrolada; y la ZAZA (1938) de George Cukor no es más que una comedieta al servicio de Claudette Colbert carente de toda chispa cómica, lo cual tiene delito involucrando a un director y a una actriz que tan bien se desenvolvían en el género de la comedia.

Así las cosas, las alturas de vértigo que alcanza la versión italiana, ZAZÀ (1944), es algo totalmente inesperado…; o no tanto, si se atiende al encomiable equipo, donde tan sólo desentona la labor de los montadores, a veces excesivamente brusca: nada menos que Nino Rota en la partitura; Renato Castellani y, sin acreditar, Alberto Moravia en el libreto; Massimo Terzano en la fotografía; Gino Brosio y Gastone Medin en la dirección artística; Maria de Matteis en el vestuario; y, claro está, Isa Miranda en el papel titular. Vista la Zazà italiana, se nota cuán inadecuadas para el papel eran las anteriores estrellas, carentes de toda sensualidad, mientras que Miranda, en una interpretación memorable, es capaz de resultar no solamente atractiva, incitante y hasta pecaminosa, sino también enérgica y vulnerable, apasionada y sufriente y, sobre todo, abductora como un imán, tanto por su desbordante erotismo como por su fuerte personalidad.

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Este “regalo” a Isa Miranda no deja de ser un triunfo de la justicia poética, cuando se sabe que debería haber protagonizado la versión de Cukor, pero fue despedida de ella por su deficiente inglés y un inoportuno accidente. Ahora bien, ni siquiera todo lo anterior habría llegado a puerto tan paradisíaco, si no hubiera sido por la prodigiosa labor de su director: el mismo Renato Castellani.

El gran Renato Castellani resulta ser el cineasta italiano más lamentablemente olvidado; tal vez, por la rácana difusión de sus películas; o quizá, por no ser un autor perfectamente reconocible (como lo son Visconti, Fellini, Rossellini, Antonioni o Pasolini), tan diferentes son sus películas entre sí y de tan amplios registros; o a lo mejor, porque ni siquiera se encasilló en un género concreto, como otros compatriotas suyos más recordados (Monicelli, Comencini, Bava, Freda…), aunque sí mostrara cierta predilección más o menos constante por la comedia. Y sin embargo, su vibrante obra no sólo es la que mejor compendia la historia del más ilustre cine italiano, incluso adelantándose en ciertos aspectos a algunos de sus colegas más célebres, sino que presenta una calidad pasmosa, muy superior a la de otros más recordados, hasta el punto de que bien merece figurar entre los cinco grandes del cine transalpino; al menos, para nosotros. Para atestiguarlo, aparte de una nada desdeñable cantidad de buenas películas, ahí están tres tan extraordinarias como su efervescente SOTTO IL SOLE DI ROMA (1948), su gran film épico IL BRIGANTE (1961) y su formidable miniserie para televisión LA VITA DI LEONARDO DA VINCI (1971). Pues bien, la temprana ZAZÀ, ¡su segunda película como director!, es otra de las cumbres de su filmografía.

 

ZAZÀ sorprende por múltiples motivos: primero, por adscribirse sin sonrojo, y más viniendo firmada por uno de los representantes más característicos del neorrealismo, al cine melodramático realizado en Italia bajo época fascista; segundo, por ser ejemplo de estilización suma, al desdeñar toda localización natural y haber sido rodada exclusivamente en los locales de Cinecittà, cual Fellini de la plenitud sesentera, o mejor, cual Sternberg de la Paramount, con el cual tiene en común la fotografía llena de claroscuros y la insolente caracterización de la cabaretera, o también cual Ophüls francés, del cual presagia el barroquismo y los complejos planos secuencia; tercero, tanto por la explicitud de su contenido sexual como por su sosegada crítica a una sociedad retrógrada para la que, si las mujeres son buenas, se las premia con hijos (ergo, si no tienen hijos…); cuarto, pese a adaptar un folletín, por la elegancia y contención de su narrativa y su mirada, evitando cualquier exceso o tendencia reaccionaria que pudieran acechar e imprimiéndole finalmente una pátina trágica al film que lo eleva por encima de modas y coyunturas. Pero, sobre todo, quinto, ZAZÀ asombra por la esplendorosa madurez mostrada por un director de apenas treinta años.

Hablemos, para empezar, de cómo el director de Liguria ilustra contundentemente la comezón sexual provocada por la insatisfacción vital del personaje vector del inicio del film, Alberto Dufresne, mediante certeros detalles visuales. El primer plano de la película muestra al hombre en la oscuridad del compartimento de un tren, dormitando, con un gran hueco negro a su izquierda: Alberto es, por tanto, un hombre que sueña o fantasea y que, sin duda, ha de acoger gozoso un vuelco en su existencia, porque lo espera. Luego, en el andén del pueblo de Saint Étienne, tras haber perdido el tren en un descuido que tiene mucho de deseo subconsciente, Dufresne se quita el anillo de casado y juega con él, lo que revela el agobio que le supone su matrimonio.

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Así las cosas, cuando en el cabaret Alhambra conoce a Zazà entre un nutrido público, en lo que supone un baño de multitudes, Alberto se relaja de sus constricciones.

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Hay ahí dos insertos que delatan la turbadora pasión que acomete al burgués mediante una sinécdoque genial: en el primero, la mano del parisino entra en plano y recoge el guante que ha perdido Zazà;

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y en el segundo, que pone punto final a la magnífica secuencia del cabaret, aparece su mano, que inmediatamente toma ese mismo guante que, esta vez, ha dejado caer Zazà premeditadamente, y furtiva, casi vergonzantemente sale de plano.

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En ambos casos tenemos, por la condición de inserto de ambos encuadres donde el rostro de Dufresne no tiene cabida, la idea de una liberación clandestina; tenemos, además, un adecuado símil de la penetración, con esa mano que entra en plano a tomar esa parte de Zazà para apropiarse de ella. Pero hay dos diferencias. Una es que, frente a la iluminación más clara del primer inserto, en el segundo, tras haber hollado Alberto el camerino de la estrella, la mayor oscuridad añade un plus de sensualidad… y clandestinidad. Y la segunda es que el último inserto es, en realidad, el final de un plano mucho más complejo donde, tras el cruce de miradas en primer plano entre la cabaretera y el burgués, donde, en muestra de las diferentes prioridades de cada uno, mientras ella lo mira de arriba abajo, pero sólo a él, el hombre mira de un lado a otro pensando, sin duda, en el qué dirán;

 

tras ello, siempre con el eje que proporciona el mismo Alberto o el poste cercano, o ambos, en lo que se constituye como un plano desde el punto de vista del hombre (no física, sino discursivamente), Zazà se ha quitado el guante, lo ha dejado en la baranda, ha vuelto al escenario y ha hecho mutis. Como hará el hechizado, mientras estallan los aplausos, al pasar de tener frente a él a la mujer en carne y hueso a apoderarse de su símbolo.

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Tras la recogida del guante, Castellani enlaza con el día siguiente y una habitación en penumbra donde, sorprendentemente, aparece un canario enjaulado y donde Alberto, en la cama, queda también aherrojado por la sombra de las persianas venecianas de la habitación de Zazà. De modo que no hay duda: Dufresne, una vez satisfecho el deseo, se siente en una prisión.

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De hecho, la densa iluminación y lo recargado de la decadente decoración no hacen más que transmitir el sofoco que siente el hombre, como en una telaraña tejida por Zazà, que se aferra a él, aparentemente, como si fuera su presa…, en realidad, como pronto se verá, porque ella también está atrapada por sus propios hilos.

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De modo que, cuando Alberto parte para París, el montaje paralelo de las frenéticas ruedas del tren con primeros planos suyos (esta vez sin apenas aire sobre la cabeza, pues ya no fantasea…, tal vez tenga pesadillas) comunica perfectamente la idea de huida de una situación que para él es comprometedora, si no pecaminosa.

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Aunque, ciertamente, al volver Alberto a su amplio y despejado apartamento parisino, en las antípodas del penumbroso y recargado redil de la cabaretera, la sombra de un lucernario sobre el vestíbulo denuncie que, también allí, se siente preso… La misma sombra que, por cierto, se cernirá sobre Zazà cuando, en un arrebato, vaya a París a encararse con su rival, la esposa de Dufresne (a la que, en acierto absoluto de Castellani, solamente se le podrá adivinar el rostro brevemente en planos generales, convirtiéndola en una incógnita para el espectador).

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Empero, no es de extrañar el primer impulso del formal parisino de huir de su amante, pues la presentación de Zazà redunda en su cualidad de depredadora sexual: primero, al llegar tarde al cabaret, pasándole la boa a su asistenta literlamente delante de las narices de Alberto; acto seguido, durante su primer número, aproximándose a cámara, de plano medio a primer plano, con sensualidad insolente;

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luego, en el camerino, entre densos cortinajes con su vestido negro cual una araña en su cubil; y finalmente, con esa sonrisa que le dedica a Alberto donde saca a relucir sus dientes de devoradora de hombres;

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y como guinda, dejando caer su guante con un desparpajo que aún rinde más turbadora su maquinación.

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Si los cortinajes y los visillos del camerino, así como las densas sombras provocadas por las persianas venecianas de la casa de la cantante generan una telaraña en la que el morigerado queda atrapado, Castellani, sin embargo, no tarda en registrar a su Zazà bajo otro ángulo, al mostrarla mirando anhelante desde su balcón la vida familiar de un matrimonio con hijos, como más tarde observará, desde otro balcón, la boda de unos desconocidos: bajo esa efigie de devoradora late, pues, el corazón de una mujer tierna y vulnerable que, en el fondo, lo que desea es formar una familia.

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De hecho, detalle importante, Alberto durante todo el inicio ha guardado su anillo de casado, de forma que Zazà piensa que es un hombre libre. ZAZÀ, el film, va despojando, así, poco a poco, a su protagonista de su superficialidad inicial para ir desnudando su alma triste y necesitada de cariño, lo que visualmente se traduce en un abandono progresivo de sus excesivos perifollos por un guardarropa más sobrio, así como en un deslizamiento de los ademanes de femme fatale a los gestos desnudos del rostro sin maquillar;

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así como en el distinto papel que toman los espejos, antes para maquillarse, sin que se mostrara el reflejo, y finalmente para contemplarse en su desesperación y sentida insignificancia.

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Así las cosas, el film efectúa un oportuno desplazamiento hacia una preferente identificación con la mujer mundana; sin olvidar, empero, al tímido donjuán, pues ambos son prisioneros de la misma pasión, como bien muestra una bonita rima: si Alberto, en su vuelta a París, se acuesta sobre una cama con una cubierta a rayas, cual barrotes, y un pañuelo le rememora el perfume de su amada, Zazà, por su lado, piensa en él, dispuesta a abandonarlo sacrificadamente, con el papel a rayas de la pared tras ella.

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Hay también en ZAZÀ dos preciosas ideas visuales que la recorren de principio a fin. La primera la constituyen sus soberbios planos secuencia, entre los mejores realizados en una época donde directores del mundo entero gustaban de utilizarlos; recurso que Castellani llevaría a la más alta perfección años más tarde en IL BRIGANTE. En ZAZÀ, en concreto, los planos sostenidos, aparte de su valor intrínseco por la propia complejidad y elegancia de su ejecución, tejen la misma entraña del film, ya que aquellos donde más se mueve la cámara y más arabescos presentan son precisamente los asociados a la idea de representación, indisociable del personaje de Zazà; y no solamente durante los números de la cantante o en su camerino, sino también en aquellos momentos en que la cabaretera hace de su vida un teatro, siendo sobresaliente ese pasmoso en que la mujer se prepara para viajar a París para enfrentarse con la supuesta amante de Alberto, mientras se acalora y hace aspavientos frente a su criada, su madre y su manager Cascard. Así, en contraposición a estos trazos de movimiento efervescente, Castellani reserva una planificación más fragmentada cuando tiene lugar una comunicación real entre los personajes, y los grandes ademanes deben ceder el lugar a los pequeños gestos y, sobre todo, a las miradas. Es ejemplar de esta audaz estrategia el segundo número de Zazà en el café cantante, pues se registra, durante un buen rato, mediante un largo plano sostenido que la sigue por el escenario y el patio de butacas, justo hasta que llega al lugar donde está apostado Alberto, para, en ese momento, cortarse la toma y ofrecerse planos y contraplanos de la pareja que muestran su comunicación mediante gestos silenciosos y ligeramente cómplices: lo espectacular y lo accesorio retroceden, pues, ante lo íntimo y lo esencial.

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Sin olvidar otros significativos momentos de planificación fragmentada, entre los que nos gustaría destacar, por la complicidad que desprenden y por el magnífico uso que hacen de las posturas corporales como indicios de dominio o del estado de ánimo, los bonitos tête-à-tête de Zazà con su representante y antiguo querido Cascard.

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La segunda idea es la insistencia en retratar a Zazà y a sus amantes, Cascard el antiguo y Dufresne el nuevo, desplazándose por el pasillo del piso, hasta quedar, gracias a la profundidad de campo, empequeñecidos en la lejanía del decorado. Así, no sin un trazo simbólico, a veces salen, como es el caso de Cascard, y otras, llegan, como sucede con Alberto en el desbordante reencuentro entre la pareja; siempre gravitando la idea de la mudanza y del continuo tránsito por la existencia, que a algunos acerca y a otros aleja.

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Esta preciosa idea alcanzará su formulación más tajante y definitiva en los dos planos finales, no sin antes haber ofrecido Castellani una de las más bellas secuencias y de los clímax más intensos del melodrama mundial. Nos referimos a la despedida de Zazà y Alberto, donde la mujer ligera acaba sacrificando su amor por el bien del hombre de bien…, o seguramente, por no usurparle a la pequeña Totò ese cariño paternal del que ella careció durante su infancia. El momento comienza con Zazá intentando representar el papel de indiferente… inútilmente, para, al final, acabar confesando a su amado toda la verdad. Sorprendentemente, el plano final de la despedida es un plano secuencia, sólo que, lejos de efectuar arabescos por el decorado como esos otros teatrales y teatreros, ofrece una concentración ejemplar en Isa Miranda transfigurada en Zazà, adelantándose nada menos que en treinta años a ese otro célebre que Jean Eustache extrajo a Françoise Lebrun en LA MAMAN ET LA PUTAIN (1973), sólo que más intenso todavía, mucho más complejo y de mayor categoría en su elaboración artística. Así, ese soberbio plano sostenido de más de tres minutos de duración y con abundantes correcciones de cámara, comienza como un plano medio de Zazà y su Alberto, para, luego, quedar la mujer sola, volver a ser un plano compartido y acabar, de nuevo, con Zazà sola, en un primer plano que exprime todo el patetismo de la mujer, que, conteniendo las lágrimas, saca a su querido suavemente del plano, lo acaricia abatida, lo mira derrotada mientras la sombra de él pasa ominosa sobre su rostro…

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Luego, en la misma toma, Zazà se asoma a la ventana.

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Y ya, por corte, en este abrumador final llega la sublime destilación del leit-motiv del pasillo, dada en montaje paralelo: tras los bastidores, los ojos de Zazà, como de nuevo velada por los visillos, ven a su gran amor alejarse por el corredor formado por la calle desierta, mientras, tras ella aparece, fuera de foco, Cascard, y la pareja de artistas vuelve a enfilar por el sempiterno pasillo de la casa, desenfocados, encaminándose hacia una nueva vida. Alberto y Zazà se alejan, pues, definitivamente de la existencia del otro por esos senderos opuestos que tanto había presagiado la puesta en escena, mientras la música de Rota glosa la trágica separación.

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No hay cota más sublime en todo el cine de Castellani que este genial y arrebatador final.

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2 pensamientos en “El embrujo de Zazà: Zazà (Renato Castellani, 1944)

  1. Ya era hora que alguien se dedicara a reivindicar a este fantástico director italiano. Espero poder ver Zazá pronto. Hay otro director que también creo que merece mejor recuerdo Alessandro Blasetti

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