No todo vale en Wichita: Wichita (Jacques Tourneur, 1955)

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Para Juan Carlos

 

Resultaba norma que Jacques Tourneur diera lo mejor de sí mismo cada vez que comenzaba a explorar un género: en el caso del fantástico, sus tres películas con Val Lewton; en el del cine negro, OUT OF THE PAST (Retorno al pasado, 1947); y en el de las aventuras canónicas, THE FLAME AND THE ARROW (El halcón y la flecha, 1950) y WAY OF A GAUCHO (Martín el gaucho, 1952). Solamente el western se aparta de la regla, ya que, si CANYON PASSAGE (Tierra generosa, 1946) y STRANGER ON HORSEBACK (1955) son buenas películas, las magistrales son las dos últimas para la gran pantalla…, si bien el francés aún realizaría algunas incursiones televisivas, entre las que sólo destaca IRONBARK’S BRIDE (1960) realizada para el programa THE BARBARA STANWYCK SHOW. Cuando hablamos de los westerns magistarles de Tourneur, nos referimos a WICHITA (1955) y GREAT DAY IN THE MORNING (Una pistola al amanecer, 1956). No sólo eso, sino que estas serían, si no fuera por las imbatibles CAT PEOPLE (La mujer pantera, 1942) y OUT OF THE PAST, la culminación de todo el arte del cineasta; y, desde luego, aunque nunca se les haya reconocido, son, cada una a su manera, su quintaesencia, su más puro destilado: si GREAT DAY IN THE MORNING lo es de su capacidad para sumir al espectador en la ambigüedad más insondable, WICHITA lo es de esa engañosa apariencia de facilidad y de esa tendencia tan característica suya a la desdramatización.

Así, para poder disfrutar de WICHITA como se merece se debe asumir la elaboración propiamente tourneuriana de materiales a priori muy dramáticos (nada menos que vaqueros pendencieros, tiroteos, la imposición de la ley, el mismísimo Wyatt Earp), mediante un amortiguamiento que acaba por dotarlos de una pátina cotidiana, tanto por lo que muestra como por lo que declina. Ciñéndonos al uso del sonido, un ejemplo de lo mostrado tiene lugar cuando cesa el salvaje tiroteo nocturno (y de paso, la música) y el canto de los grillos se adueña de la banda sonora; y de lo eludido, cuando, en el frustrado atraco al banco, hay amenazas, golpes y un tiroteo (tan conciso, que casi parece un esquema), pero ninguna de las dos mujeres presentes grita.

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O bien, considerar la dirección de actores, todos ellos trabajados en el tono menor, con muy escasos planos cerrados y desestimándose las matizaciones psicológicas, en un efecto de difuminado al que contribuye enormemente la elección de una pareja protagonista como Vera Miles y Joel McCrea, extraordinarios actores de mímica tan natural como refrenada.

En fin, como si Tourneur anduviera por un verdadero pueblo del lejano Oeste (como ya había hecho Ford en MY DARLING CLEMENTINE [1946]), y como si los personajes fueran reales habitantes de Wichita y tuvieran pudor por mostrar su alma a ese forastero que es la cámara. Es más, en particular, los héroes del film resultan un enigma, igual que sucede con las personas en la vida real, pues ¿cómo es Wyatt Earp, aparte de recto?, ¿cómo, Laurie, además de dulce? También, para comprender la dramaturgia desbravada de WICHITA bastaría con atender a la placidez de la utilización del paisaje, tan estilizada y moderna como la de WAY OF A GAUCHO: véase el arbolillo en brote tras Laurie y Earp en su picnic; o mejor, el tortuoso árbol de ramas desnudas que se adueña del plano general en que el pérfido Doc conspira con dos vaqueros, en un plano secuencia cuyo aire inesperadamente bucólico se acentúa aún más por los caballos que descansan plácidamente al fondo.

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Pero que el arte de Tourneur sea discreto no significa, como algunos críticos le reprocharon con excesiva ligereza, que sea indiferente; y así, la contraposición entre los árboles de los ejemplos anteriores, con y sin hojas, en la misma estación del año, no sólo muestra una voluntad expresiva, sino una certera capacidad discursiva: fuera de los límites de Wichita los árboles están yermos, el terreno es un páramo, y los jinetes, de hecho, se mueven por el paisaje como por una inmensidad ilimitada e inhóspita;

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en cambio, dentro de la ciudad, hay prados y árboles con hojas, por tanto, un espacio habitable para los ciudadanos; y, en particular, junto a Laurie, la naturaleza reverdece.

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Es decir, fuera, el salvajismo; dentro, la civilización. Este es, de hecho, el conflicto principal de WICHITA: la imposición de la ley y el orden sobre la barbarie. Tourneur lo muestra con una sutileza visual que parecería patrimonio exclusivo de los mejores directores surgidos en el cine mudo.

Así, el film comienza en los espacios abiertos de esa pradera que parece un páramo, donde los montaraces vaqueros guían al ganado; los hombres acampan junto a unos arbolillos secos (que, como ya hemos visto, tendrán su eco más adelante) y, tras un prolongado y distendido plano sostenido de un minuto que corrobora la armonía preponderante en el grupo, de repente, el capataz percibe un detalle discordante: en el contraplano, encima de una colina, como una mota en el horizonte, como una amenaza, está Wyatt Earp, rompiendo esa armonía que, como se verá…, no es otra que la de los brutos.

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Aquí se expone ya, limpiamente, la dicotomía del film: libertad omnipresente (“Everything goes in Wichita” / “Todo vale en Wichita” es el lema de la ciudad) frente a una ley que se asoma para imponerse.

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Sólo que una libertad, debemos matizar, ciega y entendida en el sentido más rematadamente capitalista, el que permite llevar armas y disparar a discreción, y el que antepone la noción de progreso económico y de unos pocos a la de justicia social. Y la ley, véase Wyatt Earp, cuando de los infractores se trata, siempre aparece sigilosa, repentinamente, fuera de campo, pues nunca se la ve llegar (un poco a la manera del ama de llaves de REBECCA [A. Hitchcock, 1940]). Como si fuera la voz de esa conciencia social de la que los libertarios y los capitalistas carecen: un contraplano, una panorámica, el sonido de un disparo, de una puerta, lo muestran siempre ahí, aguardando, reconviniendo con su presencia a los alegres infractores o a los corruptos terratenientes y, llegado el contraplano, bien erguido en el puro centro del cuadro. Sucede, respectivamente, cuando los hermanos Clements acaban de robar a Earp y la mirada de Gyp delata que el justiciero ya está ahí, observándolos;

 

cuando, en la violenta cabalgata nocturna, una simple panorámica descubre al literal y figuradamente recto Earp, aguardando a los alborotadores y cuya mera aparición frena el tumulto en el acto;

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sucede cuando los camanduleros hermanos Clements han vuelto a Wichita pese a la prohibición de Earp, y sólo un disparo de este les advierte de que ya ha entrado en el saloon;

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y sucede cuando el ruido de la puerta al abrirse interrumpe la conversación entre McCoy y el alcalde, y por ahí aparece el marshall.

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De esta forma, Tourneur funde brillantemente al hombre con la idea que encarna: Earp es la ley que reconviene a los transgresores. Y, además, en toda su pureza, como se deja traslucir por que, una vez asentado en Wichita, Earp ya sólo vista una sempiterna camisa blanca. Como también, de ese modo tan discreto que le caracteriza, manifiesta Tourneur la altura y autoridad moral del marshall sobre aquellos que lo quieren o admiran; bien sea mediante su posición más elevada en la escalera del hotel;

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bien sea mediante alguno de los rarísimos picados del film, revelando su ascendiente sobre Laurie o sobre su hermano Morgan y el reportero Bat.

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La aparente facilidad de WICHITA se comprende mejor al tener en cuenta que es la primera película de Tourneur en pantalla panorámica…; contradiciendo, de paso, el encasillamiento del francés como director de serie B: no lo era, ni de lejos, una película de 1955 en color y en CinemaScope. Pues bien, gracias a la pantalla ancha, Tourneur utilizó en numerosas ocasiones la estrategia de dividir el plano en varias zonas mediante el decorado (los postes, las lámparas, la imprenta…), mostrando en un único cuadro lo que con el formato tradicional, en principio, habría requerido mayor número de planos y un montaje más fragmentado, ahondando así en la singular concentración de WICHITA y en esa mirada abarcadora que la caracteriza.

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Nótese, en particular, el juego que la prensa de la imprenta le ofrece a Tourneur para delimitar las posturas aparentemente contrapuestas de Earp y el periodista Whiteside sobre la prohibición de portar armas, mientras Bat prosigue con su trabajo a la izquierda de cuadro; hasta que los dos debatientes, ya de acuerdo y acompañados por un travelling de acercamiento, se sitúan en el mismo lado de la prensa y se dan la mano. Todo, en plano secuencia.

 

No solamente el formato panorámico, unido a la constante profundidad de campo, impulsó aún más esa tendencia tourneuriana a rodar en muy pocas tomas, sino que también acentuó esa otra de utilizar muy pocos planos cerrados, de forma que los planos medios aparecen con mesura y los primeros simplemente no existen (con excelente criterio, debemos añadir, ya que los primeros planos en CinemaScope tendían a deformar los rostros ensanchándolos). Así las cosas, el estilo diáfano y aparentemente sencillo de la película encubre, en realidad, una complejidad inusitada, solamente posible por la milagrosa combinación del holgado presupuesto con el inmenso talento del cineasta. Y como corolario de ello, WICHITA se erige en una de esas películas, más raras de lo que se cree, que deberían ser vistas imperativamente en pantalla grande.

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En concreto, como prueba de ambas tendencias mencionadas, es decir, tomas escasas y pocos planos cerrados, nótese que nadie ha mostrado el nacimiento y desarrollo de un idilio como hace Tourneur con el de Laurie McCoy y Wyatt Earp en su western cumbre, basándose casi únicamente en planos muy amplios…; ni siquiera el mismo cineasta hizo algo equiparable en el muy comprimido de la extraordinaria STARS IN MY CROWN (1950), donde se limitaba a un cruce de miradas en plano y contraplano y a un plano americano en que la pareja enlazaba las manos a sus espaldas. En WICHITA, Laurie y Wyatt se conocen, se miran, se saludan en medio de un mítin en la ciudad, compartiendo planos, largos o enteros, con otros asistentes, de modo que lo personal se desarrolla sumido en lo colectivo y, por tanto, se rehúye el artificio de aislar a los personajes en planos individuales.

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El noviazgo continúa en este tono (el atraco al banco, el paseo por la calle, la cena en casa de los McCoy) hasta la despedida en el porche, donde por fin los planos medios cortos hacen su aparición;

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y, sobre todo, hasta la bella secuencia del picnic campestre, donde la pareja se solaza a solas, resuelta únicamente en cuatro planos magistrales donde siempre está presente el verdeante arbolillo testigo de su amor.

 

Finalmente, la culminación del acercamiento, con la promesa de matrimonio incluida, tiene lugar tras la muerte de la madre de Laurie en un magnífico plano de casi dos minutos de duración.

 

¡Todo el proceso de un amor floreciente sin un solo primer plano!

Dentro del noviazgo de Wyatt y Laurie, insistamos en esa toma del paseo por la ciudad, absolutamente prodigiosa: Wyatt acompaña por la calle a Laurie, ataviada con un vestido discretamente rosa y un gorrito de flores rojas, la cámara precediéndolos en travelling; salen de plano, y la cámara para; surge entonces del saloon un batiburrillo de vaqueros y golfas vestidas de colores chillones, disputándose en alegre algarabía un fajo de billetes.

 

Se conjuga, así, en un único plano, no solamente lo privado con lo colectivo, sino también la aspiración al orden con la amenaza del caos, mostrándose, por tanto, el corazón del discurso de la película. Y es que WICHITA hace gala de una planificación dialéctica, donde no solamente los individuos se contraponen al entorno o se explican por él gracias a la profundidad de campo, sino que también vehicula, muchas veces en el mismo cuadro, ideas opuestas en continua fricción. Véase, por ejemplo, cómo, a la llegada del ganado a Wichita, las fuerzas vivas del lugar hablan mientras, al fondo, quedan las monturas de los montaraces vaqueros han descabalgado.

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O, mejor todavía, por el eco que tendrá más adelante, el plano, justo anterior, donde las chicas del saloon aguardan en el porche, a la izquierda de cuadro, mientras los montaraces vaqueros descabalgan en la calle, a la derecha.

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Pues, en efecto, durante la celebración salvaje, Tourneur emplazará la cámara en un tiro similar para mostrar a esos truhanes desbocados que invaden el porche con sus monturas, para, luego, dejarlo vacío: es como si la civilización fuera expulsada por la barbarie.

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Redundando en esa misma idea, durante la orgía nocturna de violencia, hay un par de planos que condensan la agresión del salvajismo a la sociedad en los disparos a lámparas sitas en primer término; lámparas, evidentemente extrañas a la vida errante de los vaqueros, y que, por el contrario, muchas veces ocupan un lugar preponderante del plano cuando aparecen asociadas a Earp. De ambas tomas es especialmente sobresaliente la segunda, por cuanto le sirve a Tourneur para crear un, por más que estilizado, muy potente efecto dramático, que nos lleva brutalmente de la luz a las tinieblas.

 

Como en las tinieblas, gracias a la magnífica fotografía de Harold Lipstein, quedan sumidos al principio del tiroteo, reviviendo su pasado, esos personajes, Earp y Whiteside, que ya han sufrido la experiencia de encontrarse al borde del caos social.

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Y bien, la dialéctica formal que opone civilización contra barbarie aparece en WICHITA no sólo mediante oposiciones internas al plano, sino también, mediante el montaje, entre planos consecutivos. Puede ser con los desplazamientos contrapuestos de los actores, como cuando, a la salida del entierro, la gente de bien camina hacia la derecha, mientras los pendencieros y delincuentes en pos de venganza lo hacen hacia la izquierda:

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Puede ser con el contraste del paisaje, como cuando al verdor del rincón que ampara el picnic de Laurie y Earp, le sucede el páramo ocre y desolado por el que llegan los hermanos del marshall (que el espectador aún no sabe que son tales, sino que piensa que son asesinos a sueldo):

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O puede ser con el uso del color, como cuando, después de haber asociado a los poderes fácticos cortinas de colores morados, púrpura y encarnados en ambientes de iluminación más o menos sombría;

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contrapone, después de ello, el bermellón que domina en el recibidor de los McCoy con el verde del chal que luce Laurie a plena luz del día:

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Y aun con todo lo anterior, la rara fascinación que emana de WICHITA se explica fundamentalmente porque, desde el descanso de los vaqueros en el campamento tras una dura jornada hasta la boda de Laurie y Earp que cierra el film, la película es pródiga en cantidad de planos secuencia o sostenidos, muchos, como ya hemos comprobado con algún ejemplo, de admirable discreción y cotejable elegancia, donde varias acciones en contrapunto se conjugan minuciosamente pautadas en distintos términos o zonas de cuadro (una figura que sólo utilizó con idéntico acierto y rigor Mizoguchi en algunos de sus filmes); donde los focos de atención cambian con el movimiento de los actores, haciendo que en un mismo plano la relevancia cambie continuamente de un personaje a otro; donde siempre la imagen aporta informaciones independientes del diálogo, acentuándose la tendencia tourneuriana a hacer que los personajes realicen alguna acción mientras conversan o mientras otros hablan. Todo ello conjugado crea una apariencia de sencillez artística a la par que de plenitud de la mirada. Un bonito ejemplo, otro: en el hotel, durante el tiroteo, Earp está en primer término; una mujer, al fondo, a la izquierda, baja con su hijo muerto en brazos; a la derecha, en término medio, una lámpara, una de esas lámparas símbolo de civilización, se bambolea. Pues bien, por más que este plano pertenezca a un momento de alta temperatura dramática, esta aparece templada por el método de Tourneur: nada de un plano reservado para la madre, ni de otro de repercusión sobre Wyatt; nada de llantos de dolor, ni de miradas fulminantes. Y aún prosigue este plano magistral con la aceptación de Earp como marshall de Wichita e, interrumpido por un inserto de la cabalgata de los pendencieros, su nombramiento por el juez: la causa y el efecto dadas en una única y prodigiosa toma.

 

Igualmente, podríamos haber mencionado otros planos que registran instantes más cotidianos. Por ejemplo, las escenas del funeral y de la boda, solventadas ambas por Tourneur en sendos planos generales y, además, salvo un contraplano de McCoy y el periodista en el segundo caso, secuencia; la última escena, por cierto, consecutiva al impactante plano del cadáver de Gyp yaciendo en el suelo, en lo que supone un nuevo ejemplo de montaje dialéctico, que nos lleva de las perturbaciones de la violencia a la concordia de la paz.

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Tal austeridad en el estilo y tal sencillez y limpidez en la mirada coadyuvan a la sensación de que la cámara de Tourneur estuviera filmando el auténtico Wichita y a sus auténticos habitantes, que pasean, deambulan, peroran, se pelean por sus calles. Como si Tourneur, aventajado discípulo de Méliès, se hubiera pasado al bando de los Lumière, en lo que supone una apasionante encrucijada del cine, personal y única. Por ello, WICHITA, tal vez el film más perfecto de su autor, es también el más refractario y minusvalorado, pues sus abundantes riquezas no sólo se despliegan sin aparente esfuerzo, sino que lo hacen tan perfectamente que corren el riesgo de pasar desapercibidas. Pero, para nosotros, no hay duda: esta humilde WICHITA se alza airosa como una de las obras maestras de Tourneur, de todo el western y, por ende, del cine.

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3 pensamientos en “No todo vale en Wichita: Wichita (Jacques Tourneur, 1955)

  1. Leer tus análisis es como sentirse gozosamente parte de una orquesta.Nos das lo mejor y sacas de tus lectores lo mejor.De manera especial me ha maravillado el hacernos ver que sin un solo primer plano todo un desarrollo de un noviazgo es posible.Gracias maestro!!!

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