M, de Martin; M, de Hans: M (Joseph Losey, 1951) frente a M (Fritz Lang, 1931)

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Para Sergi.

 

El empeño en rehacer obras maestras siempre me ha parecido absurdo y casi irremisiblemente abocado al fracaso. Por ello, aparte de por su escasa difusión y porque, por muy magnífico director que sea el americano, el vienés es netamente superior, había rehuido durante años el remake que Joseph Losey hizo de M (1931), uno de los más míticos filmes de Fritz Lang y el mejor de su etapa alemana, justo veinte años después. Y hete aquí que, cuando por fin desoí mis prejuicios y vi el evitado remake, la sorpresa fue mayúscula. Pues el M de Losey, aun siendo una relectura muy fiel del de Lang, va más allá del mero aggiornamento, no desmerece del original para nada, ¡e incluso lo mejora en algunos aspectos! Es más, es la mejor película nunca rodada por el director americano. ¿Casualidad? No, por cierto; ya que Losey se encontraba en un excelente momento, y su postura frente a Lang no era la de mero epígono, sino de profunda admiración. De hecho, con la previa THE LAWLESS (El fugitivo, 1950), otra de sus mejores películas, había demostrado compartir inquietudes e incluso algún recurso puntual con el gran cineasta germano; y es que THE LAWLESS tiene mucho de FURY (Furia, 1936), por su denuncia del linchamiento y de la locura ciudadana, así como por la responsabilidad que se le otorga a la prensa en la creación de una nefasta opinión pública (a la vez que, por cierto, prefigura la posterior INVASION OF THE BODY SNATCHERS [La invasión de los ladrones de cuerpos, Donald Siegel, 1956]).

No obstante, el inicio del M de 1951 hace temer lo peor, pues calca el homicidio de la niña del de 1931, dado en fuera de campo, mediante elipsis, significado por la pelota que rueda y se detiene y el globo que se engancha al cableado. Y sin embargo, sutilmente ya marca una diferencia importante: si, en Lang, la pelota de la niña asesinada se para en lo que parece un campo y el globo vuela a lo lejos en un cielo tan sólo surcado por unos cables, en Losey, en los planos correlativos, el cuadro queda invadido por el entorno urbano, respectivamente un vertedero y los bloques de edificios.

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Es decir, en la película americana, como bien corresponde a la concepción del film noir, la gran urbe es mucho más determinante: sofocante por una pobreza que roza la miseria, y alienante por esas grandes alturas que censuran la visión de un hipotético campo y abortan, por tanto, cualquier salidaa la naturaleza. Teniendo en cuenta la temática rabiosamente social de la historia, este mayor realismo que aportan las calles y los edificios de una auténtica ciudad, sucia y destartalada, frente a los pulcros decorados de la Nero-Film acordes al frío estilo Bauhaus, es un punto a favor del remake, que se ve bien apuntalado por la soberbia forma de registrar las localizaciones: así, la magnífica imagen del mirador del parque que domina la ciudad compuesta por bloques monstruosos donde Martin se demroa tocando su flautín; o el pasmoso edificio de los grandes almacenes, que, como espacio, supera con creces la reconstrucción de estudio del film original.

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Hay en todo ello una singular paradoja: Lang, rodando en estudio, tendía al documental, mientras que Losey, haciendo lo propio en localizaciones naturales, se centra más en el drama. Evidentemente, los objetivos de ambos cineastas eran dispares: mientras Losey se afanó en ahondar en el universo del psicópata, Lang, como después repetiría en WHILE THE CITY SLEEPS (Mientras Nueva York duerme, 1955), prefirió concentrarse en la repercusión social (y también política) de los asesinatos. Por ello, la película del vienés es más fría, y la del americano, más emocionante. Por ello también, Lang pormenorizó los detalles de los procedimientos policiales lo mismo que los métodos delictivos y trazó inesperados paralelismos entre policía y lumpen; así: esa marca del hampa de la ominosa M, que parece corresponderse con la huella dactilar, marca de la ley, ostentosamente mostrada en un plano de su imagen ampliada; o esa soberbia secuencia en montaje paralelo de sendas reuniones, con las frases e incluso los razonamientos encabalgándose del lugar de la ley al del crimen, y viceversa.

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A favor de Lang está una mayor tensión formal, muchas veces conseguida mediante el fuera de campo, los espacios vacíos y las elipsis, que hacen tender el film a la abstracción, así como una mayor cohesión geométrica, expresada fundamentalmente por la insistencia en las formas circulares (aunque, a veces, todo hay que decirlo, sin demasiada coherencia dramática, como cuando la asocia al butronero) y, en otras ocasiones, mediante agresivas diagonales.

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Por el contrario, a favor de Losey está su ritmo más trepidante frente al excesivamente premioso de Lang, así como unos mayores nervio y emoción y una forma de filmar que siempre pone en contacto el degradado entorno urbano con la enfermiza mente del psicópata; eso, por no hablar de la carencia de ese pintoresquismo un tanto fácil del austrogermano en Alemania, como es bien palpable en el personaje del abogado, al que en la versión americana se le dota de mayor profundidad. Lang gana, así, en perspectiva; y Losey, en intensidad.

Centrándose más en el personaje del psicópata, el film americano es en ocasiones, como corresponde a un cineasta discursivo como Losey, más explicativo que el de Lang, más ambiguo. Por ejemplo, en la confesión de Martin, alias M, durante la secuencia final se justifican sus crímenes por una educación represiva de raigambre puritana, mientras que en la versión alemana la causa parece ser una especie de mal consustancial, tal vez genético, pero presentado tan ambiguamente que no rechaza interpretaciones desde perspectivas políticas, incluso contrapuestas. O más significativamente, en el célebre fragmento en el café, que Lang daba en plano secuencia y donde Hans iba cambiando el pedido de un café a un coñac, y de este a uno doble, dejando que la melodía de Peer Gynt reflejara su lucha interior, Losey opta por fragmentar para introducir el detalle del pajarillo que provoca en Martin el siniestro deseo de espachurrarlo, explicándose así su repentino ímpetu de darse al alcohol y exteriorizándose esa pugna íntima no mediante la abstracción verbal, sino mediante una imagen de gran inmediatex y fácil comprensión.

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Y es que, en general, y esta es tal vez la mayor baza del film de 1951, la visión ofrecida del pedófilo resulta más contundente, y humana, en el remake.

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Para empezar, porque el M original estaba algo lastrado por la presencia de un Peter Lorre que tenía demasiado de monstruo expresionista y muchas veces estaba sobreactuado, como durante el juicio, donde llegaba a gritar como un gorrino, literalmente, y a desencajar los ojos más como un aparecido, de esos con los ojos saltones que tanto gustaban a Lang, que como un auténtico enfermo mental. Cierto, que el estilo del director, más analítico y distante, tampoco favorecía la empatía. En cambio, David Wayne (casi recién salido de la mucho más liviana ADAM’S RIB [La costilla de Adán, George Cukor, 1947]), amparado por la mirada más emocionante de Losey, resulta mucho más próximo, humano y vulnerable, su sufrimiento es más palpable, coadyuvando a la idea de que ese psicópata podría ser cualquiera: “Mörder unter uns” / “Asesino entre nosotros”, que rezaba el título alemán previsto en un inicio para el original.

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Para seguir, porque, al ser objetivo prioritario de un Losey que nunca estuvo más inspirado, el criminal está mejor definido por la puesta en escena. Es interesante comparar al respecto los planos de presentación del psicópata: en Lang, su sombra se cierne sobre el cartel donde la niña lanza la pelota, como si fuera un miasma, el mismísimo Mal, con mayúscula; en Losey, contempla a contraluz a unos niños que pasan mientras le limpian los zapatos, haciéndose hincapié en su interacción con el entorno social y en su humanidad.… y, aunque esto aún no se sepa, en su fetichismo por el calzado.

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Con todo, mucho más claras quedan las diferencias de enfoque en el plano del asesino en su cuarto. En Lang es bastante apagado, se limita a mostrar a Peter Lorre haciendo momos jugando a ser vampiro. En Losey, en cambio, es extraordinario, un complejo plano secuencia donde aparece el tema de los cordones de los zapatos (que Martin, en un detalle de incómoda viscosidad, usa como cuerda de la lámpara y que, sugiere el film, son su arma homicida); donde se evidencian sus congojas asesinas al estrangular a un muñeco de plastilina; donde esa terrible madre de pintas apacibles, tan hitchcockiana, preside desde su foto el desmembramiento simbólico que ejecuta su acomplejado retoño; y donde la extraordinaria iluminación de Ernest Laszlo acaba por apuntalar ese aire de purgatorio que es la existencia del hombre

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No sólo eso, Losey sexualiza más a su psicópata, cuestión por la que Lang había pasado de puntillas, ahondando más en la coyuntura de Martin y explicando mejor, con imágenes, su deseo, frente a la pura abstracción que era Hans: nótese cómo esquiva a una despampanante mujer que, en el camino, coquetea con él;

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o sus jadeos casi eyaculatorios cuando estrangula al monigote de plastilina; o esos maniquíes que inundan el almacén donde se oculta con una niña, en irónico y agobiante contrapunto;

 

o sobre todo, cómo sus contactos con las niñas tienen mucho de seducción, como cuando a una le toca su flautín para sonreírle acto seguido, tímidamente o como cuando a otra ¡hasta le compra flores!;

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seducción, por cierto, que Losey consigue hacernos creer que es, naturalmente desde el punto de vista del psicópata, mutua, con esas falditas de las niñas mucho más cortas que las de sus correlatos alemanes,

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así como con su mayor vivacidad, como la de aquella que, saliendo de una tienda de chucherías, salta alegremente en torno a Martin.

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De hecho, la mayor fisicidad de la aproximación de Losey depara otros momentos extraordinarios. Destaquemos: el destrozo de la pirámide de vasos por parte del gángster, menos señorito que su correlato languiano; la soledad del asesino ejemplificada en su demorarse en el mirador sobre la ciudad; los dedos sangrantes de Martin en el desesperado intento de salir de su encierro; su huida con la niña (inexistente en el original), portándola bajo el brazo como si fuera una versión de saldo del rey Kong secuestrando a Fay Wray; 

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y sobre todo, sobresale el genial y escalofriante plano de los zapatos de las niñas descubiertos en una repisa oculta del armario, bajo los de Martin, como si fueran una auténtica colección de víctimas, en lo que es una imagen verdaderamente impresionante, mucho más que docenas de planos más explícitos. [Me vino a la cabeza la aparatosa escena de AMERICAN SNIPER (2014) en la que Eastwood incluye cabezas humanas y miembros amputados en unas repisas, en detrimento del film del siglo XXI.]

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¡Chapeau, Losey!

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[Y mucho más sobre el gran Lang en la monografía del autor sobre el cineasta, «Fritz Lang. La telaraña del destino», donde más de seiscientas páginas y más de mil seiscientos fotogramas ilustrativos analizan en profundidad su obra.]

2 pensamientos en “M, de Martin; M, de Hans: M (Joseph Losey, 1951) frente a M (Fritz Lang, 1931)

  1. Estupendo estudio comparativo de dos películas que demuestra que filmar una nueva versión no tiene que ser, a priori, un defecto para el espectador ni un obstáculo insalvable para un autor que sabe lo que hace.
    Ahora sólo me falta poder ver tranquilamente la versión de Losey: si tenía ganas hace tiempo, se han incrementado notablemente después de esta lectura.
    Saludos.

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